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No he sido gran viajero, y no por falta de vocación, sino de cuartos. Hay en el mundo seis u ocho lugares cuya nostalgia me apesadumbra, y no por la experiencia directa que tenga de ellos, sino por conocerlos sólo a través de los libros y de la fotografía. Hoy acaso estén más a mi alcance que antaño, pero ya no me quedan ganas ni jugos gástricos en forma para hacer frente a comidas nuevas, que es lo que más me aterra de esas tierras inéditas. Echo de menos cielos, rincones, perspectivas, colores de las aguas, remansos de canales, y esos olores pútridos, tan sutiles, en los que —dicen— se destruye Venecia. De las ciudades vividas, siempre se van mis ansias a París, que era tan bello todavía, cuando lo visité la última vez, con los árboles intactos. Pero, como escribí en alguna parte, creo haber descubierto también la belleza de Nueva York, tan distinta de lo que por aquí usamos. De mis viajes me queda un batiburrillo de imágenes fugaces, calles, vitrales, claustros, agudas o mochas torres, el silencio de un bosque, los campos verdes de la Inglaterra del Sur, algún que otro fantasma entrevisto o adivinado. Pero basta la menor incitación para que aparezca en el recuerdo lo visto en mis viajes a Andalucía, pueblos blancos, blancas arquitecturas señoriales o populares, unas y otras tan bellas como el mismo Partenón (que no he visto jamás, aunque sí adivinado). Si ciertos andaluces alcanzasen a comprender el valor de lo que pierden impedirían su ruina, opondrían sus cuerpos a la monstruosidad de la piqueta. No hace muchos días, viendo en mera fotografía un rincón de Véjer de la Frontera, me quedé turulato de puro asombro. Y feliz de que eso exista todavía, de que pueda algún día llegarme a verlo.
Me gusta la pintura y siento especial interés, devoción, curiosidad (todo mezclado) por los capiteles románicos: los reuniría a todos (de poder, ¡qué escándalo!) en una inmensa sala, cada uno en su plataforma giratoria, y pasaría mi tiempo contemplando sus formas inagotables, asustadas, sublimes, retorcidas, a veces ingenuamente lúbricas. ¡Qué imaginación la de aquellos anónimos analfabetos! La arquitectura, sin embargo, es de las artes de bulto, mi preferida, sobre todo la arquitectura de interiores, la creación de espacios, de formas cóncavas, de límites al aire. Mis grandes emociones estéticas acontecieron en algunas iglesias, en algunos palacios, y no se piense en sanpedros de Roma, sino en la iglesia del Naranco, digamos, o en alguna de ésas, románicas, de mi tierra, como cierta sacristía, y no es que desdeñe las solemnes. ¡Caray! París bien vale una misa, y un largo camino Compostela. De la arquitectura moderna no fui indiferente a la potencia al desafío del Rockefeller Center, o ciertas edificaciones de aluminio y cristal. Pero eso es otro cantar, música de jazz, si se prefiere, y yo continúo fiel a la monodia gregoriana, a los conciertos para flauta y oboe, y continúo. Claro está que también escucho a Mahler y amo la arquitectura que corresponde a su música.
De otra clase de emociones afines a las estéticas, tengo que recordar aquella vez que, en Weimar, tuve en mis manos, y contemplé, además de acariciarlas, las cuartillas en que figuran escritas «Elegías de Duino», de la mano de su autor: no vi jamás texto más estremecedor ni que le haga a uno abdicar de sus convicciones y admitir que la creación poética es, de verdad, un misterio. También vi manuscritos de Balzac, de Karl Marx, de Lenin y de Trotsky. No los tuve entre mis manos, sólo me fue dado examinarlos a través de esos cristales en que se enfrían las emociones. Algunos grandes espacios abiertos me sobrecogieron, y no me cansan jamás el Atlántico furioso de mis costas o la mar tranquila y gris, con una luz ambigua, de ciertos días nublados de Marbella. De mi valle original no me gusta acordarme, porque se murieron los castaños, tras ellos emigraron los enanos del subsuelo con sus tesoros y sus bromas, y hoy proliferan las casas de cemento. En cuanto al silencio, ya no lo hay, sino estentóreas sonoridades artificiales. Pero aún quedan valles intactos, que a veces se perciben desde el tren o desde la carretera, y es delicioso, entonces, quedarse quieto.
