IX
La literatura se aposentó en mis entrañas como un virus contra el que no caben defensas ni se ha inventado aún la vacuna. Me poseyó y me posee con esa entereza de algunos amores y de algunas mujeres, no me ha soltado jamás, no me ha dejado libre, pero me ha exigido serlo ante el resto de las cosas reales para poder dominarme más a modo. ¿Qué voy a hacerle? Es mi felicidad y mi dolor, y todas cuantas parejas contradictorias se me puedan ocurrir ahora, vida y muerte, y las demás. Le he sido fiel, pues mis limitadas y mínimas traiciones con las teteras y los magnetofones no llegaron a afectar la sustancia de mi lealtad, sino más bien la completaron. El amor a los libros también va implícito.
A mí, la literatura nadie me la enseñó. La descubrí una vez como en la curva de una rama de abedul el espíritu del bosque columpiándose y riendo. ¡Decir a Dios que hubo tiempo en que creí averiguarlo todo leyendo al señor Fitzmaurice-Kelly! Por fortuna, otros libros vinieron y me ayudaron.
Acaeció al principio de un período de creación febril, que a poco me deja sin bachillerato y que se agotó a los dieciséis años, tras el auto de fe de mis obras completas. Luego un silencio largo, de estupor y desorientación. Reanudé el oficio a los veintiséis años, avocado al drama, y creo que ya entonces mi camino era mío, forzado acaso por lejanías, por soledades y otras circunstancias. Recuerdo con emoción, que me hace sonreír a mi propia flaqueza, las largas noches insomnes de aquel París de 1936 en que inventé y planeé El viaje del joven Tobías: había buscado en el trabajo defensa contra la angustia. Y metí en aquella obra cuanto llevaba dentro, igual que los opositores. Me alegro de haberlo hecho, porque hoy puedo decir que mi afición a la materia fantástica se la debo más a las mendigas milagreras de mi infancia que a lecturas posteriores al existencialismo. Si hubiera escrito y publicado ese librillo cuatro o cinco años antes, ciertos grandes de nuestra poesía no me hubieran desdeñado, estoy seguro.
Conviene recordar, como episodios anteriores y capitales, mi descubrimiento de lo que se llamaba entonces el superrealismo (1927-28) que me permitió averiguar que yo lo era, y, cuatro años más tarde, del clasicismo consciente en sus formas más modernas y paradójicas (Poe, Baudelaire, Mallarmé), merced a lo cual llevé a buen puerto un segundo descubrimiento: que el arte como conciencia también me solicitaba, y que algo afín llevaba en mi interior. De la colisión entre el uno y el otro, no sólo salió cuanto llevo escrito, sino yo mismo: pues no fueron dos adquisiciones de las que pudiera librarme a voluntad, sino, insisto, dos descubrimientos sucesivos y contradictorios de maneras de ser reales y personales. Hubiera podido inventarme un heterónimo clásico y otro romántico, y echarlos a pelear. No lo hice porque no se me ocurrió, afortunadamente.
Yo hubiera sido un buen dramaturgo (lo que escribí para el teatro y no se representó jamás no pasa de primeros ensayos, de tanteos y de esbozos). Hubiera llevado a la escena algo de fantasía, de imaginación, me hubiera apartado de la sociología, de la moral y, a ser posible, de esa comicidad chabacana que es el mayor de sus riesgos. No hubo suerte, o, mejor, no me sentí capaz de librar la batalla contra los hábitos y las dificultades que todos los que en el teatro triunfaron han padecido y conocen. Como dramaturgo, pues, soy un fracasado. Sin rencor, eso sí. Me quedó de aquella breve aventura cierto saber gracias al cual pude ganarme la vida durante quince años, hasta que pudo más que yo la vida misma, y me dejó sin púlpito. Después fui novelista.
Tengo publicados diez volúmenes narrativos, si no recuerdo mal, todos ellos nutridos. No fui de esos artistas que encuentran una fórmula y se aferran a ella y en ella mueren, sino que, cada vez, busqué la forma adecuada a lo que quería contar. Nunca me inquietaron demasiado las modas, y el que dijo que el error de mi «Saga/Fuga» es seguir una de ellas, asegura no entender de modas ni de literatura. No seguí las modas, pero creo haber respondido al espíritu de mi tiempo, incluso durante mi escaso tránsito por el realismo tradicional, al cual se vuelve hoy, ¡vaya por Dios! Creo no haber obedecido jamás esas órdenes difusas e impersonales que llegan nadie sabe de dónde y alicortan a los espíritus tímidos, así como a los superficiales. Esto no quiere decir que me considere un escritor surgido de la nada, sino que, por el contrario, estoy persuadido de haber recibido préstamos de todos los autores que leí: igual que todo el mundo.
De las tres etapas en que los antiguos retores (¡ojo, linotipista: sin c!) dividían la invención del discurso, ni la invención ni la elocución me causan grandes quebraderos: lo que consume mi tiempo y mi ingenio, lo que me sume en dudas, lo que me lleva al acierto o desacierto, es la composición, y no por falta de ocurrencias, sino quizá, por exceso, o por lo difícil que resulta (algunos, pocos, lo saben) averiguar la forma que cada material exige desde dentro de sí misma como una exigencia de vida. No se olvide que ese código que, según la terminología moderna, incluyen nuestros genes, no sólo contiene las órdenes de vida, sino la forma.
El arte es forma y la vida la necesita por igual. Las que se pueden ver con los ojos son prácticamente infinitas; las que son susceptibles de recibir esos conjuntos indisolubles de imágenes y de palabras que son los materiales literarios, no alcanzan tal infinitud. Los escritores nos movemos dentro de unos límites formales muy reducidos: de ahí la insistencia y la recurrencia de normas y de prescripciones. La biografía de todo artista verdadero puede resumirse en su relación con el límite, porque se acomoda a él, porque lucha contra él.
Esa relación, en mi caso, es una alternancia de esperanzas y de decepciones, de aciertos y de errores, como todo el mundo, pero en proporción personal e intransferible. Siempre me ha sostenido una moral profesional no sé de dónde o de quién recibida, quizá del ámbito, y fue ella quien me empujó a la búsqueda de la autenticidad, al desprecio del gato por liebre. Si a veces, como crítico de obras ajenas, fui en exceso exigente, confieso ahora que las exigencias conmigo mismo fueron más duras todavía. De haberme dado cuenta de que tal obra era un error, no la hubiera publicado.
Necesito reconocer mi pereza, mi afición a las musarañas, la vagancia que me acomete a veces como saliendo de mis propios entresijos, como pereza esencial sólo contadas veces dominada. A ella obedece la escasez de mi obra. Necesitaría, sin embargo, veinte años de vida más, de vida lúcida y voluntad estable, para escribir lo que me queda dentro. ¿Sabe alguin a qué santo me debo encomendar para que acontezca el milagro? Aunque, ¿para qué? Voy a cumplir setenta y un años. ¿No me ha llegado aún esa hora de vivir mi pereza en paz y dignamente?
Eso aparte, lo mismo que algunos que yo me sé, quizá estupendos, quizá ejemplares, no he pasado todavía de aprendiz de escritor.
