V

Portada de Autobiografía de Gonzalo Torrente Ballester (1981)

Conviene hacer justicia al padre Miguel, la única persona que tomó en serio mi vocación literaria, la única que me ayudó con libros y consejos. Era acaso un frailecico demasiado joven, que acaso hubiera escondido bajo los hábitos una secreta vocación lírica, a las veces mostrada con poemillas ingenuos. Una vez, muchos años después, en una calle madrileña donde nos tropezamos, me dijo que la literatura no valía la pena. Se dedicaba, entonces, a la predicación. Yo le dije que bueno, pero que me faltaban ciertas condiciones y algún que otro carisma para dedicarme también a predicar.

El fraile aquel me dijo cuando publiqué El viaje del joven Tobías y se lo llevé, dedicado; mejor dicho, cuando ya lo hubo leído, que quien había escrito aquello podría, sin duda, escribir otras cosas de más mérito (bueno, no sé si fueron exactamente éstas las palabras de su profecía, pero, fueran las que hayan sido, me reconfortaron mucho. ¡Y cuidado que ya la vida nos había separado, como en la letra de cualquier tango! Entendiéndolo bien, por supuesto)

El padre Miguel fue mi primer crítico. Les llevaba a otros la ventaja de la benevolencia y se parecía a algunos en no concebir la literatura más que de un modo monótono y lineal: el que cabe en los caletres estrechos. Por aquella época descubrí, porque me lo echaron en cara, que el sentido del humor era pecado contra el espíritu, en el mundo de las grandes solemnidades. Hay quien concibe la realidad como un desfile de fanfarrias, hay quien como un velorio, hay para quienes no pasa de ballet, pero también existe el que llega, se asombra, se ríe, se encoge de hombros y se pone a tocar la flauta aledaño a un alcornoque, dado que no siempre queda a mano la muchachita de pechos sobrecogedores. Pues ahí está mi secreto.

Mi error no fue otro que el tomar en serio a los demás, en un exceso de respeto. «El Arte tiene que ser así», y yo lo hacía así. «Ahora tiene que ser asado», y venga a asarlo. Hasta que lo mandé todo a paseo e hice lo que me parecía, bien o mal, pero a mí modo. Y ahí está lo hecho. Que lo mejoren.

Confío en que, hoy, el padre Miguel, no aprobaría mi obra, pero me perdonaría.